Blogia
Bokuden

Defensa propia (y ajena)

Lo primero que notó al recuperar la conciencia fue un intenso dolor de cabeza, al que pronto se sumaron otros dolores aún más intensos en el resto del cuerpo. Intentó mover las piernas primero y los brazos después, pero no pudo hacer ni una cosa ni otra debido a las fuertes punzadas que congelaban sus movimientos antes de que surgieran. Resignado, movió el cuello, no sin dificultad, para explorar su entorno. Estaba tumbado sobre el suelo acolchado y nada lo cubría salvo sus ropas; aún así no sentía ni frío ni calor. La habitación era de madera y la poca iluminación que había llegaba a traves de una rendija dejada por lo que parecía una pesada piel en la pared de enfrente, pero se intuía en la semioscuridad la decoración humilde y austera. Todo daba una imagen de funcionalidad. Miró de nuevo al techo, intentando ordenar sus ideas. No tardó en recordar sus ultimos momentos conscientes; primero el alcohol, las risas, las bromas con los amigos, el encargo de aquel tipo y luego aquel condenado calvo que se había negado a morir.

Debía saber dónde estaba y quién lo había llevado hasta allí. Pero al mismo tiempo debía ganar la ventaja de la sorpresa averiguándolo sin que nadie se enterara -por si acaso, asi había sido educado, todo por si acaso- , así que decidió no hablar ni hacer ruido y tuvo que luchar consigo mismo para no soltar un "¿Hola, hay alguien ahi?" que en este momento le parecía de lo más natural del mundo, a la vez que estúpido. Así que intentó ponerse en pie poco a poco, pero fue el dolor quien habló por él. El grito fue espeluznante, e hizo que algo se moviera en la penumbra. Una rata. Era sólo una rata, pensó cuando pudo serenarse por fin. Pero los pasos que se oían tras la piel no eran de rata. Alguien se acercaba con paso lento y constante. Contuvo la respiración cuando se apartaron las pieles. Frente a él, de pie y con un candil en la mano derecha, un hombre de mediana edad, de ropaje andrajoso y polvoriento, botas gastadas y agujereadas y sonrisa serena. Un estúpido monje, pensó. Un estúpido monje calvo.

- Deberías tener cuidado -dijo el monje-. Moverte no es lo más conveniente en tu situación actual. Tienes una clavícula rota, un brazo roto por diferentes sitios, una rodilla luxada y una tibia... rota también, claro. Por no hablar de...

- ¿Te haces el listo conmigo? es normal que sepas lo que tengo, cabrón, por que fuiste tu quien me lo hizo.

- ... por no hablar de las contusiones causadas por los múltiples golpes que tuve que darte para que pararas de atacar. ¿No te han enseñado nunca que a veces es bueno retirarse?.

- Mi padre decía que si en el campo de batalla te rompen un brazo, debes seguir sujetando la espada con el otro, y luchando. Si te rompen una pierna, debes seguir a la pata coja, o tal vez apoyándote sobre un compañero. Si te rompen el otro brazo, debes patear al enemigo.

- ¿Y si te rompen las dos piernas y los dos brazos?

- Entonces debes morder los tobillos, las piernas, los pies y el tendón de aquiles de los enemigos y estorbarles lo máximo posible. Tal vez rodando contra ellos.

Primero el silencio, y después las carcajadas del monje resonaron por toda la habitación. Al herido le resultó una risa de lo más extraña, lejana a las que estaba acostumbrado escuchar. Hay hombres que ríen de la misma manera espectacular cuando les sale bien aquello que se proponen, otros cuando tienen dinero suficiente para pasar la noche bebiendo y rodeados de mujeres. Incluso los hay que se ríen así por jactancia, tal vez por ver aplastado a un enemigo. En aquella risa no había nada de eso. Era simplemente la risa sincera de un amigo que escucha a otro contar un chiste.

- Doy fe de que así ha sido y así has actuado -dijo el monje-. Pero mi pie chocó con tus dientes antes de que pudieras morderlo mientras ahuyentaba a tus amigos. Así que sin querer te deje inconsciente, ya ves tú.

- Y supongo que también sin querer aumentaste el número de huesos en mi cuerpo por el procedimiento de la división.

- Ey, eres muy gracioso. Pero no te quejes. Al fin y al cabo fuiste tú quien me atacó y yo sólo me defendí. Debería darte vergüenza ir por ahí atacando viejos en compañía de otros matones.

- Oh, no te lo tomes a mal, no era algo personal. Era sólo un trabajo, un encargo. Así es la vida, el mundo se mueve por egoísmo y supervivencia. Tu eras mi presa y yo el depredador, de haberte matado habría conseguido comer y llevar comida a casa. Pero como has conseguido sobrevivir haciéndome daño, tu comeras y llevaras comida a casa... dejando a mi familia sin nada que comer. Ambos perseguíamos un objetivo a través de la violencia... así que lo siento, monje. No somos tan diferentes. Lo que no entiendo es por qué no me mataste.

- No me sorprende -sonrió el monje-. Tal vez entiendas eso algo mejor si te explico que nuestra diferencia reside en que tu luchabas para matarme y yo para vivir. Pero aún hay más. Luchaba para vivir no sólo por mi propio interés egoista, sino que lo hacía por tí y por tu familia y la mía, por tus amigos y los míos.

- Eso es absurdo.

- No lo es. Verás. Si mi pacifismo me hubiera llevado a dejarme matar sin defenderme, yo estaría muerto, y eso sería malo para mi, para mis amigos y para mi família. Pero casualmente, estos son muy influyentes... y vengativos. Así que te habrían encontrado y sin duda habrían matado a tus amigos y a tu família delante tuyo, lentamente, para después matarte a tí. Y la justicia perseguiría junto lo que quedara de tu família y amigos a mi gente... y bla bla bla. Un ciclo de odio y muerte difícil de parar. Y todo por una tontería como puede ser mi muerte. ¿Vas entendiendo?

- No. Entiendo que mi família no comerá hoy.

- Bueno, no es preocupante. Tienes mucho tiempo para pensar. De hecho no podrás hacer otra cosa. Empieza pensando que tal vez tu família no comerá hoy... pero a cambio tendrá la oportunidad de comer mañana. En lugar de ser ellos comida, para los gusanos.

Y cuando el monje salió de la habitación, empezó a pensar. Primero con dificultades, como los motores viejos cuando están fríos. Cuando por fin arrancó, su primer pensamiento fue el recuerdo de lo que le dijo en cierta ocasión su padre. Un soldado que empieza a pensar, empieza a dejar de ser soldado.

0 comentarios