A propósito de Juan
Un buen día, Juan Pi decidió implantar un buen propósito en su vida. Hay gente que con el comienzo del año, o tal vez por su aniversario, decide no se sabe bien por qué dar un giro radical a su vida. ¿Y que mejor manera de hacerlo que con un cambio transcendental? Así, algunos dejan de fumar, otros se proponen adelgazar unos quilillos, ganar músculo y ser la envidia de propios y ajenos en la piscina municipal, no volver a sacarse burillas de la nariz con la punta del lapiz... Juan Pi no podía conformarse con tan poco. Lejos de medias tintas, en el día de la comunión de su prima, Juan Pi decidió dejar de ser cabezón para siempre.
Y no era por el tamaño de su recipiente cerebral. Bueno, todo hay que decirlo, cabezón lo era en toda la extensión de la palabra. Pero sólo pretendía no ser tan testarudo. Y es que Juan Pi era el paradigma de la cabezonería, y si hay algo que fastidie a la gente es una persona cabezona. No es que yo me lo invente, es que Juan lo había comprobado en sus propias carnes, con sus amigos, con sus novias y con su familia, perdiendo contacto progresivamente con cada uno de ellos a medida que su obcecación crecia exponencialmente con la edad. En cierta ocasión se le metió en la cabeza que su novia le ponía los cuernos con su mejor amigo. Y tantas veces lo dijo que al final el amigo y la novia se lo acabaron creyendo y pasó; al respecto sólo dijo "lo sabía". En otra ocasión, tras ver "Matrix", se empeñó en desafiar las leyes de la física ya que "sólo tengo que creer, no hay cuchara". El resultado se podría relatar en radiografías. Vamos, que lo tenía todo: cabezón y freak. Así era Juan.
Para ser francos, justo después de decidir dejar de ser cabezón no se sintió diferente. Se miró al espejo del restaurante y no vió nada especial. Así que continuó disfrutando a tope la emotiva celebración de su prima, viviendo la vida loca mientras el tio Aurelio (de unos 130 kg) se subía a la mesa y se marcaba una bulería ante la atónita mirada de los presentes. Inolvidable.
Al día siguiente sí notó algo: una resaca de narices. Así que aprovechó que era festivo y, arropado por el manto invisible de su nuevo deseo y del de la borrachera del día anterior, salió a dar una vuelta a ver si se le aclaraban las ideas un poquitín. Y fue un completo fracaso, la expedición. Salvo por una cosa. Juan encontró en su camino una de esas tiendas chinas de Todo a 100 (¿a 0.64 ?), y alentado por la posibilidad de poder consumir también un festivo, entró sin más. Días mas tarde, Juan volvería a ese mismo lugar y en el no habría tienda china, sino un bar de tapas llamado "Chipirón 2". Pero esa es otra misteriosa e inquietante historia que ahora no viene al caso.
El caso es que Juan entró, y lo que vió dentro lo dejó boquiabierto. En esta tienda no habían 6 chinos 6 vigilando nada disimuladamente cada paso que dabas, como en el resto de estos misteriosos negocios. ¡No había ni uno! Nadie contesto a sus Holas. Así que se puso a husmear, pensando que quizá en esa tienda sólo había un chino de guardia y que el pobrecillo estaba con diarrea. Y al segundo golpe de vista ¡zas! allí estaba: un cartel sobre una estantería que anunciaba remedios de la medicina tradicional china para todo tipo de males. Así, como quien no quiere la cosa, empezó a mirar por la C. Juan no podía creer lo que veía; había encontrado un ancestral remedio chino para la cabezonería por sólo dos euros. ¿Qué más daba que la tienda fuera un todo a cien? debía probarlo. Fue hacia caja, pero como nadie salió a cobrar en diez segundos, hizo lo que haría cualquiera con tan pocos escrúpulos como Juan. Un simpa.
No pudo esperar a llegar a casa para abrir la caja. Se sentó bajo un pino del parque y examinó su contenido. En su interior, un objeto pétreo y liso del tamaño de un puño y de forma casi esférica. Un canto rodado, vamos. Pero irradiaba un no-se-qué que hizo estremecerse a Juan, poniendo todos sus pelos de punta. Todos. Dió la vuelta a la piedra en sus manos, y vió algo grabado en ella, unas extrañas runas que decían
"¿A QUE NO ME LANZAS A MÁS DE 10 METROS, IMBÉCIL?"
Atónito y sin preguntarse nada, Juan se puso en pie con ese brillo tan especial en la mirada de las personas cabezonas cuando encuentran un objetivo. Elevó la pierna izquierda como hacen los lanzadores en el beisbol y tiró con todas sus fuerzas la piedra, que voló veloz hasta que en un determinado momento describió una parábola en el aire para luego volver hacia Juan. Más concretamente a la cabeza de Juan.
Juan despertó momentos después, aún aturdido del castañazo. En su mano derecha, la piedra. Cegado por su cabezonería, Juan lo volvió a intentar, y el resultado fue el mismo, aunque esta vez no quedó inconsciente (¿para qué, si ya lo era?). Cabe decir que cualquier persona normal habría desistido. Pero Juan Pi era un JC. Un Jodido Cabezón.
Lo probó corriendo, lo probó esquivando, lo probó escondiéndose, lo probó con una red por enmedio, metiéndose bajo el agua tras el lanzamiento, huyendo en coche, en moto, en tren, poniendo a su hermana delante... Y la piedra mágica fintaba, esquivaba, atravesaba, rebotaba, localizaba e impactaba inefablemente sobre la parte más destacable de Juan: su cabeza. Pero un buen día, varias brechas después, Juan creyo encontrar la manera: compró un casco de última generación, practicamente indestructible. Si la piedra no conseguía dañarle, tal vez se rindiera. Se fué al campo, se puso el casco y la lanzó con todas sus fuerzas. La piedra voló, al cabo de poco se detuvo en el aire, como calibrando a su rival. Luego bajó en picado, impactando de lleno... en las pelotas de Juan.
Y justo en ese momento, entre sollozos y dolores sordos, Juan decidió muy sensatamente dejarlo, desistiendo de algo por primera vez en toda su vida. Así fue como Juan curó su cabezonería a fuerza de ser cabezón. Paradójica sabiduría china.
Y no era por el tamaño de su recipiente cerebral. Bueno, todo hay que decirlo, cabezón lo era en toda la extensión de la palabra. Pero sólo pretendía no ser tan testarudo. Y es que Juan Pi era el paradigma de la cabezonería, y si hay algo que fastidie a la gente es una persona cabezona. No es que yo me lo invente, es que Juan lo había comprobado en sus propias carnes, con sus amigos, con sus novias y con su familia, perdiendo contacto progresivamente con cada uno de ellos a medida que su obcecación crecia exponencialmente con la edad. En cierta ocasión se le metió en la cabeza que su novia le ponía los cuernos con su mejor amigo. Y tantas veces lo dijo que al final el amigo y la novia se lo acabaron creyendo y pasó; al respecto sólo dijo "lo sabía". En otra ocasión, tras ver "Matrix", se empeñó en desafiar las leyes de la física ya que "sólo tengo que creer, no hay cuchara". El resultado se podría relatar en radiografías. Vamos, que lo tenía todo: cabezón y freak. Así era Juan.
Para ser francos, justo después de decidir dejar de ser cabezón no se sintió diferente. Se miró al espejo del restaurante y no vió nada especial. Así que continuó disfrutando a tope la emotiva celebración de su prima, viviendo la vida loca mientras el tio Aurelio (de unos 130 kg) se subía a la mesa y se marcaba una bulería ante la atónita mirada de los presentes. Inolvidable.
Al día siguiente sí notó algo: una resaca de narices. Así que aprovechó que era festivo y, arropado por el manto invisible de su nuevo deseo y del de la borrachera del día anterior, salió a dar una vuelta a ver si se le aclaraban las ideas un poquitín. Y fue un completo fracaso, la expedición. Salvo por una cosa. Juan encontró en su camino una de esas tiendas chinas de Todo a 100 (¿a 0.64 ?), y alentado por la posibilidad de poder consumir también un festivo, entró sin más. Días mas tarde, Juan volvería a ese mismo lugar y en el no habría tienda china, sino un bar de tapas llamado "Chipirón 2". Pero esa es otra misteriosa e inquietante historia que ahora no viene al caso.
El caso es que Juan entró, y lo que vió dentro lo dejó boquiabierto. En esta tienda no habían 6 chinos 6 vigilando nada disimuladamente cada paso que dabas, como en el resto de estos misteriosos negocios. ¡No había ni uno! Nadie contesto a sus Holas. Así que se puso a husmear, pensando que quizá en esa tienda sólo había un chino de guardia y que el pobrecillo estaba con diarrea. Y al segundo golpe de vista ¡zas! allí estaba: un cartel sobre una estantería que anunciaba remedios de la medicina tradicional china para todo tipo de males. Así, como quien no quiere la cosa, empezó a mirar por la C. Juan no podía creer lo que veía; había encontrado un ancestral remedio chino para la cabezonería por sólo dos euros. ¿Qué más daba que la tienda fuera un todo a cien? debía probarlo. Fue hacia caja, pero como nadie salió a cobrar en diez segundos, hizo lo que haría cualquiera con tan pocos escrúpulos como Juan. Un simpa.
No pudo esperar a llegar a casa para abrir la caja. Se sentó bajo un pino del parque y examinó su contenido. En su interior, un objeto pétreo y liso del tamaño de un puño y de forma casi esférica. Un canto rodado, vamos. Pero irradiaba un no-se-qué que hizo estremecerse a Juan, poniendo todos sus pelos de punta. Todos. Dió la vuelta a la piedra en sus manos, y vió algo grabado en ella, unas extrañas runas que decían
"¿A QUE NO ME LANZAS A MÁS DE 10 METROS, IMBÉCIL?"
Atónito y sin preguntarse nada, Juan se puso en pie con ese brillo tan especial en la mirada de las personas cabezonas cuando encuentran un objetivo. Elevó la pierna izquierda como hacen los lanzadores en el beisbol y tiró con todas sus fuerzas la piedra, que voló veloz hasta que en un determinado momento describió una parábola en el aire para luego volver hacia Juan. Más concretamente a la cabeza de Juan.
Juan despertó momentos después, aún aturdido del castañazo. En su mano derecha, la piedra. Cegado por su cabezonería, Juan lo volvió a intentar, y el resultado fue el mismo, aunque esta vez no quedó inconsciente (¿para qué, si ya lo era?). Cabe decir que cualquier persona normal habría desistido. Pero Juan Pi era un JC. Un Jodido Cabezón.
Lo probó corriendo, lo probó esquivando, lo probó escondiéndose, lo probó con una red por enmedio, metiéndose bajo el agua tras el lanzamiento, huyendo en coche, en moto, en tren, poniendo a su hermana delante... Y la piedra mágica fintaba, esquivaba, atravesaba, rebotaba, localizaba e impactaba inefablemente sobre la parte más destacable de Juan: su cabeza. Pero un buen día, varias brechas después, Juan creyo encontrar la manera: compró un casco de última generación, practicamente indestructible. Si la piedra no conseguía dañarle, tal vez se rindiera. Se fué al campo, se puso el casco y la lanzó con todas sus fuerzas. La piedra voló, al cabo de poco se detuvo en el aire, como calibrando a su rival. Luego bajó en picado, impactando de lleno... en las pelotas de Juan.
Y justo en ese momento, entre sollozos y dolores sordos, Juan decidió muy sensatamente dejarlo, desistiendo de algo por primera vez en toda su vida. Así fue como Juan curó su cabezonería a fuerza de ser cabezón. Paradójica sabiduría china.
7 comentarios
Saf -
Te ha salido una fábula niquelada!
Saf ;-))
bokuden -
Golfo -
...o a 0'64.
bokuden -
Marta -
Que conste que yo de maña tengo sólo la partida de nacimiento, eh!!
bokuden -
Marta -
Pero ya cuando he visto lo del remedio a la cabezonería por ¡¡ sólo !! dos euros, no he podido evitar reírme. Y vamos, la lección aprendida, esa piedra de ida y vuelta, la necesitan en mi pueblo, pero a puñados.
Besos