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Bokuden

Me enamoré de él sólo verlo. Tal vez fueron sus ojazos azules o tal vez su actitud, su aire de rebeldía, siempre cerca pero lejos del resto. Así que cuando me ofrecieron elegir uno, no pude rechazarlo e inmediatamente lo escogí a él. Fue tímido al principio, se pasaba todo el día jugando al escondite con nosotros y sólo se dejaba ver para comer y beber agua. Así que tuve que hacer acopio de ingenio y conseguir que se acercara y tuviera más confianza, al menos en mi, de la manera que mejor se me da: jugando. Y con un colchón viejo, un plumero y algo de paciencia, conseguí arrancarle sus primeros jugueteos y su primer maullido, flojito como fueron siempre sus maullidos. Sonó casi, casi a "papá".

-Te llamaré Rosi.

Porque siempre he sido un hortera para los nombres. Porque era más facil y rapido que "Excalibur". Y porque no era muy observador en aquel entonces y no me había dado cuenta de lo que le colgaba, que no eran adornos precisamente. Pero cuando nos quisimos dar cuenta, el gato sólo respondía por Rosi, así que inventé un plan B, como siempre que la cago. Casualmente, en un libro vi a un antiguo futbolista Italiano que se llamaba Paolo Rosi. Y ya tenía un gato con nombre y apellido.

El Sr. Rosi era un gato inteligentísimo, muy especial. Podría contar miles de historias sobre él y todo lo que aprendimos el uno del otro, lo que nos divertimos jugando, cómo detectaba a la gente triste y la hacía sonreir con sólo saltar a su regazo, mirarla fijamente a los ojos y balbucear algo entre maullido y ronroneo, hablando en gatuno; cómo manteníamos conversaciones de esa forma o sólo con miradas mientras yo estudiaba; cómo se quedaba mirando el vacio, hacia un punto lejano como si hubiera alguien ahí, y como rato después de esa parte procedía algún ruido extraño... Pero hoy me ha venido a la cabeza otra bien distinta.

Rosi y yo debíamos estar vinculados, no se me ocurre otra explicación al hecho de que yo me despertara a las tres de la mañana en lo más profundo de mi sueño aquella apacible noche veraniega. Había escuchado un ruido en mi ventana e instintivamente, en un estado de semi ensoñación, me levante y salí a la calle con la primera arma que encontre en las manos. Una escoba. Y aún recuerdo a mi gato plantando cara a dos galgos por toda la calle, corriendo, esquivando y saltando, arañando a destajo desde hacía quién sabe cuánto rato. Y después, la visión de tunel, el correr preso de no se qué sentimiento, patear a un animal para salvar a otro -es más, DESEAR matar a un animal, aunque sea para salvar a otro-, golpear al otro con la escoba y gritar como lo que era en ese instante, un depredador mientras aquellos perros cazadores (¿qué coño hacían dos galgos sueltos cazando a un gato?) huían del cazador que les había cazado aquella noche. No me sentía nada orgulloso de ello -dudo que alguien se sienta de veras orgulloso de sus acciones "cuando empieza el baile"-, especialmente por el primer perro, al que la patada que le había dado probablemente le habría causado graves daños. Pero para Rosi, que me miraba con ojillos aterrados desde el suelo, con sangre en el vientre y en la boca, esa noche seguramente me había convertido en su héroe. Qué tonto. Un gatito casero resistiendo vete a saber cuánto tiempo frente a dos animales el doble de rapidos que él en carrera y que pesaban el triple, acabando con sólo un diente roto y algunos rasguños en la panza. Él si que era mi héroe.

Algunos días después, Rosi estaba recuperado físicamente. Pero su actitud había cambiado. Se había convertido en un gato más salvaje, con más ganas de salir y poco tiempo para mimos. Eso me ha hecho pensar siempre que lo sabía, lo sabía todo de alguna manera. Vivía la vida al máximo al parecer, y se escapaba de casa a la menor ocasión. Y al cabo de dos semanas de aquella noche, en una de sus escapadas cuando mi abuela abría la puerta, un coche que iba en dirección contraria le golpeo de lleno en el costado mientras cruzaba corriendo la calle.

Cuando llegué a casa del gimnasio, mi abuela me explico lo sucedido. El conductor había parado para interesarse por el animal, pero el gato había entrado de nuevo corriendo a casa tan rapido como había salido, así que mi abuela le dijo que no pasaba nada. Entró para buscarlo y vio que se había escondido debajo de su cama, muerto de miedo, así que había optado por dejarlo en paz hasta que se calmara. Pero cuando miré debajo de la cama, no estaba allí. Fue facil seguir el rastro de sangre hasta su cajón de arena.

- Es difícil escapar del destino -dijo mi abuela.

- No, es difícil escapar de un coche en contra dirección y con exceso de velocidad -dijo mas tarde mi padre.

Pero yo no dije nada y me limité a llorar un rato, porque ese sentimiento, esa casi certeza de fatalidad presente en nuestra vida me ponía enfermo, y la impotencia de ver que nada de lo que uno haga lo puede cambiar me daba ganas de vomitar, y el no haber podido despedirme de Rosi me daba más ganas de vomitar aún. Pero no lo hice; imaginar -casi ver- a mi gato echando sangre por la boca, consciente de estar reventado por dentro, levantarse del suelo debajo de la cama de mi abuela lentamente, andar dando tumbos hasta la arena, excavar un poco y luego tumbarse, acomodarse en posición fetal, consciente de su final, casi por no molestar... me daba una extraña sensación de paz. Al verlo allí tumbado, con los ojos cerrados como si durmiera, entendí más que nunca que cada uno de sus actos había sido su manera de dar las gracias. Cada uno de sus actos, había sido su forma de decir adiós.

¿Somos diferentes acaso al morir, los humanos? Y lo que es más importante ¿Somos diferentes al vivir?

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