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Bokuden

Subió las escaleras y entró sin llamar. Siempre le llamaba la atención aquella habitación, oscura a pesar de tener las ventanas abiertas y las persianas subidas todo el día. Era como si la luz, tímida, quisiera quedarse fuera contemplando desde el balcón sin molestar al habitante que allí dormía, que pasaba los días contemplando a su vez el baile de los reflejos del sol fuera, pensando quién sabe qué. Todo se había convertido ya en "fuera" para aquel hombre postrado en la cama y en la penumbra, oscura mortaja de la que ya no era capaz de desprenderse.

Era triste verlo así, tan seco que ya apenas se hundía el colchón bajo su peso, arrebujado bajo las mantas y los edredones cuando hasta no hace tanto no había pasado un sólo día en que no fuera el primero en levantarse. Y a veces el último en acostarse. Pero así son las cosas, la hora nos llega a todos. Y aunque llevara tanto tiempo muriéndose que hasta él mismo pensara que seguiría muriendose eternamente, la hora había llegado. Bajo aquellas capas de oscuridad, lana y edredones moría más que nunca, y sin duda por última vez, su padre.

-¿Papá?

dijo, pero no le contesto. Lo primero que pensó fue que tal vez había llegado demasiado tarde, que de nada habían servido las prisas tras la llamada, los vuelos apresurados ni la conducción temeraria. El dejarlo todo no conmueve a esa bella pero fría dama que es la Muerte, que sabe que tenemos tiempo siempre de despedirnos antes de que llegue el último momento... aunque desconoce -o prefiere obviar- que nunca lo hacemos mientras no existe la certeza de que nunca más nos veremos, tal vez por dejadez, tal vez por esperanza, tal vez por falsa confianza. Tal vez porque duele. Pero había tanto que decir...

-¿Padre?

Acarició su ya escaso cabello con la mano y poco a poco asomaron unos ojos de un azul tan intenso como el que había conocido en sus mejores años, cuando iban juntos a pescar a la playa. Tardó un instante en reconocerle, pero cuando lo hizo sonrió como mejor pudo y lentamente movió los labios hasta despegar la pátina que los cubría. Lentamente salieron de su boca las palabras, con un tono bajo pero sin titubeos.

-Hijo, te he estado esperando. Tenía miedo de que no llegaras antes que la muerte. Está a punto de llegar, todos lo sabemos. Tal vez incluso esté detrás de la puerta esperando que acabes tu visita. Hay algo que quiero preguntarte... algo que me atormenta por las noches.

-¿De que se trata, papá?

-Mi tiempo se ha acabado, pero el tuyo acaba de comenzar, comienza a cada momento. Siempre he vivido alejado de tí, no he podido estar contigo tanto como desearía. Por eso no sé a ciencia cierta en qué clase de hombre te has convertido. Me atormentaba la idea de no haber podido darte lo mejor de mi mismo, de que por mi culpa... suena estúpido, lo sé. Eres ya un hombre casado y tienes una familia propia, pero me daba miedo de que por mi culpa, por mi egoismo, tu te convirtieras en lo mismo que yo.

-Pero que tonteria estas diciendo, tú...

-¡El tiempo se acaba! -grito, de tal forma que el hijo se quedo paralizado y el canto de los pájaros cesó- Yo sabía que no tenía tiempo de saberlo en está última escena de mi vida, pues has de saber que eso es lo que es. Pero anoche, tuve un sueño. Y ella me dió la respuesta. Ella me dijo como podía saber qué tipo de persona eres.

-¿Quién es...?

-Dime, hijo -le interrumpió- Y contesta sinceramente si es que quieres hacer feliz a tu padre, es tu única oportunidad. Dime ¿estás dispuesto a morir por tus ideales?

Había tantísimo que decir, y sin embargo eso. Se preguntaba a qué venía esa pregunta, qué se supone que debía contestar para hacer feliz a su padre en el último momento... porque sabía que era el último momento. Había percibido con el rabillo del ojo la sombra entrando por la puerta, sentía su presencia cada vez más cerca. Sintió frío, y recordó a su mujer y su cabello del color del trigo, su hija y su graciosa sonrisa cuando hacía alguna travesura. No había tiempo.

-No, padre. Estoy dispuesto a vivir por ellos.

-Y es que hijo, la muerte pone a cada uno en su sitio- sonrió, y ninguna sombra pudo ocultar el brillo de sus dientes.







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